
Y yo en mi mente siempre me he sentido triunfante a no temer a ello.
En algún momento de mi vida aprendí a ser desprendido.
Seguro si pudiese ver una película de mi infancia podría detectar esas ocasiones influyentes. En un viaje a Mérida sin nadie de mi edad, o al perder una lonchera. Quizás un día a mis seis años al renunciar a un juguete porque mi mamá me dice que se lo preste a Erika, sabiendo que ella puede dañarlo.
Desde mi lado, simplemente decidí soltar el juguete.
Pasan dos minutos en los que quiero llorar y de repente me doy cuenta de la alegría oculta en el momento, de ella que parece hacer un nexo más fuerte conmigo que con el objeto que sujeta.
Al final no querer prestar el juguete se vuelve irrelevante.
Y por como me comporto ahora, por como me siento en general respecto al tema, creo que subconscientemente lo he ido desarrollando poco a poco, a paso constante. Me observo y lo noto. Y me lo agradezco.
Tanto es así que más de un amigo mío envidia mi libertad de despreocupación, lo que significa, al menos dos.
Y puede haber un lector, justo ahora, que diga: "pfff, yo tambien me despreocupo", "una vez tenía..." "y lo que hice fue...".
Todos, o casi todos prestamos nuestros juguetes ¿verdad?
Pero ¿hasta qué punto degenerado puede uno despreocuparse?
El asunto es que el mío está un poco lejano, y los que justo ahora me extrañan y sienten que no los contacto lo suficiente pueden ir descifrando... No es por descuido.
Yo no quiero perder amistades
Hay una notable diferencia, bueno quizás sutil, pero definitivamente importante diferencia entre temer a perder un amigo y no querer perderlo.
Extrañar y desear acortar distancia. Extrañar y preguntarse ¿por qué no acortarla?
Tiene que ver con la jerarquización de sensaciones, y su clasificación.
Para mi extrañar no es malo, tampoco digno de ser evadido, de modo que no lo evado.
Para mi extrañar no es malo, tampoco digno de ser evadido, de modo que no lo evado.
Estoy seguro que en algún momento de mi vida lo que más necesité, necesito o necesitaré: extrañar.