martes, 27 de marzo de 2012

Una puerta, miles de telas y una metra.

Luego de una serie de días en la casa hoy, impulsado por la solicitud de ayuda por parte de mi madre, salí a la increíble Caracas.

Iniciando el día en conversaciones con mi padrino mientras conducía hacia su negocio, ya el cerebro se me estaba relajando poco a poco. Lo siempre actual que llena las palabras de mi tío suele mantener mi mente en un estado de constante movimiento a través de temas que, a pesar de estar al alcance de todos, yo suelo por alguna razón desconocida constantemente bordear. Ni me acordaba del dolor de rodilla que había comenzado ayer.

Era aún temprano cuando salimos a disfrutar del tráfico de la ciudad. Y no hay ironía que quepa en la previa afirmación porque, como les venía comentando, la conversación es amena.

El primer sitio a parar fue uno en San Agustín donde recolectamos información varia acerca de los controles remotos utilizados para abrir automáticamente la reja de nuestro edificio. La puerta de entrada del local era de máxima seguridad: al tocar el timbre se iniciaba una grabación en voz elevada explicando cuáles eran los horarios de atención al público, mientras que, un par de segundos después, sonaba el motor eléctrico encargado de mover lateralmente lo que parecía una pared dudosa, que en realidad resultó ser la entrada al sitio. Muy impresionante.

Ya idos de San Agustín fuimos a parar en Sabana Grande donde, luego de estacionar la camioneta frente al local de un viejo amigo de mi padrino, nos encaminamos hacia el boulevard y, en definitiva, a la tienda textil El Castillo. En esta visita aprendí mucho acerca de mi.

Entramos e inmediatamente tomamos las escaleras mecánicas hacia el nivel de arriba. Mientras caminábamos junto a los cientos entre miles de rollos de tela mi tío los tanteaba, quizás memorizando perfectamente cada una de las texturas en cuestión de mili segundos, o mejor aún, quizás simplemente disfrutando la diferencia entre ellos.

Lo estrecho de los pasillos, producto de la gran cantidad de telas almacenadas y expuestas en el local, daban la impresión de que cada nivel más alto era un lugar más recóndito y exclusivo, donde qué madre o amigo se imaginaría que su conocido estaría ahí. No estaba desolado ni estaba lleno, ni si quiera poblado o concurrido. No estaba incómodo. Cada nivel, inclusive el último, estaba cómodamente ocupado por pocas personas cuyas miradas y comentarios al acompañante llenaban el sitio de cotidianidad y preocupaciones simples. Subimos hasta el último nivel, el cuarto.

La conversación de dos muchachas que también compraban telas allí, entre los rollos que conformaban el foco potencial de la búsqueda de mi padrino, me hizo sentir esa sensación de que en algún otro momento de mi vida, de manera inadvertida, recordaría aquel momento que, según alguna racionalización incrustada en la lógica cotidiana, no tendría ninguna particularidad que le proporcionase suficiente potencia para imprimirse en mi memoria; cosa que no tendría mucho sentido si considerásemos lo frecuente de la aparición de situaciones como esta.

Ya se había elegido el cuero sintético del que se recortarían los cinco metros necesarios cuando le pedí permiso a las muchachas, con una gran sonrisa en la cara, para poder circular por la delgada brecha. Me detuve unos pocos pasos más allá, en un espacio ligeramente más amplio al final de pasillo y poco a poco fui inconscientemente borrando la sonrisa de mi cara.

Ahí de pie vi subir un grupo de cuatro señoras de piel muy blanca y cabellos rubios dialogando en un idioma distinto a los que reconozco. Eslavo diría mi papá. Pasaron y se adentraron en algún sitio más allá de mi interés.

Esperando, ahora mi tío y yo, junto a tantas telas él se acercó a la escalera mecánica y me dijo -vámonos, esperamos a la muchacha allá abajo-. Adiós al cuarto nivel de El Castillo.

Llegamos nuevamente al primer nivel y, por alguna razón que ahora no puntualizo, caminé vagamente por el sitio, deteniéndome de vez en cuando para mantener una postura erguida.

De pie, quizás en la tercera o cuarta vez en la que me detenía erguido, vi pasar una señora con un niño pequeño, de unos dos o tres años de edad, que me inspiró una gran sensación de diversión simple y apego hacia los juguetes.

Como la tela no llegaba, las detenciones y la divagación se alargaron, sin necesidad de yo haberme exasperado o aburrido.

Estaba nuevamente de pie, en otro sitio del nivel y con la vista en otro ángulo pero en el mismo pasillo y en la misma sección, cuando noté un metra en el suelo. La recogí y empecé a jugar con ella entre mis dedos, sobre mi palmas, mientras reconstruía en silencio una conversación que se mantuvo en alguna clase de la universidad, donde hablaban los estudiantes con el profesor acerca de objetos que, por tener algún valor impreso por alguna persona, salían del mercado social hacia un punto doméstico.

¡Qué valiosa la metra! Valiosa porque quizás algún niño en alguna parte estaría recordándola con nostalgia: sentimiento que siempre me ha atraído. Y yo, queriendo mantenerla viva, digna de un buen puesto dentro del mercado social, luego de jugar un rato con ella, me sentí tentado a dejarla donde la había encontrado. Sin embargo, no quería exponerla ni si quiera a las posibilidades del desecho o el abandono.

Así que me la traje. Coloqué la metra en mi bolsillo y la transporte conmigo hasta mi casa donde, en un intento de darle más valor del que algún niño pudo haberle ya impreso, un valor más reciente, la sujeté frente al balcón y miré fijamente el cielo a través de ella, invertido, e hice el esfuerzo de recordar fuertemente esa diminuta imagen en mi memoria. Imprimirla. Tuve que hacerlo tres veces, puesto que en las dos primeras, justo antes de soltarla, me daba cuenta de que ya la había olvidado.

Luego la coloqué en una esquina de la sala, en una especie de jardinero de piedras, donde sé que, a pesar de no pasar desapercibida, sospecho no despertará las ganas de nadie de sacarla de ahí, y botarla.



La memoria y las sensaciones actúan de una forma muy curiosa. Nos definen mucho entre las cosas que descartan y aquella a las que se aferran sin razón aparente.

Precisamente esa razón es la esencia de lo que nos diferencia y define. Hoy me conocí un poco más porque me di cuenta de que me gusta divagar.
Divagar entre lugares y sensaciones.

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